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Son los años 70 y mi niñez está llena de preguntas, muchas de ellas sin respuesta.  Papi, ¿por qué nosotros no tenemos diputados ni senadores?  Mami, ¿adónde se lo llevaron a Reynaldo?  Seño, ¿por qué los chicos me cargan por mi voz finita?  Abu, ¿por qué a esos hombres que usan esas mallas tan ajustadas no les da vergüenza?  ¿Cómo describir mi fascinación viendo a tremendos putos bailoteando con tanta alegría en el especial de Raffaella Carrá para la televisión argentina, en plena dictadura?  Pegados al televisor estamos mi abuela Onelia y yo viendo el programa que retransmiten por el único canal que podemos ver: Canal 13 de Santa Fe.  Raffaella sonaba en la radio y me enloquecía desde hacía rato, pero verla en la tele me hechizó de un modo poderoso, indescriptible.  Y sus bailarines, cómo explicarlo… me mostraron algo que para mí no existía, inimaginable.  Instalaron en mi inconsciente la imagen de la alegría que dan la libertad, la fiesta y el desenfreno.  Me regalaron las primeras provocaciones de un mundo que a fuerza de manifestarse imposible, funcionaría como un estímulo para inventarme otros diferentes al que me había tocado.  

Con mi abuela Onelia compartíamos varios momentos de complicidad, siempre plagados de risas.  Algunos ocurrían en la piecita de la costura (ella era modista y cosía para afuera), otros en las noches cuando mis padres salían y ella nos cuidaba a mis hermanas y a mí.  Otros frente al televisor: Narciso Ibáñez Menta, Mirtha Legrand y Raffaella Carrá se combinaban en imágenes en blanco y negro que aún hoy me huelen a terror, a moda, a baile desenfrenado, brillos, y putos meneándose en una pantalla intervenida por descargas de lluvia por la mala conexión de la antena.  Todavía huelen a fantasía, a exabrupto, a descontrol, a la aventura de lo prohibido.  Tienen el sabor de las copitas de caña Legui a escondidas de mis padres, y de las botellas de Gancia mano a mano con Onelia.  

La muerte de Raffaella Carrá me trae el recuerdo de una niñez llena de preguntas sin respuesta pero infectadas con bordados de colores y lentejuelas que aprendí a coser en esa época, contagiadas con la excitación de dirigir mi primer montaje teatral con mis compañeres de quinto grado y calzarme las botas caña alta para hacer de Robin.

Me trae de nuevo a mi abuela Onelia en su lecho de muerte, y en su despedida, diciéndome al oído: “Cuando te tomes un Gancia, acordate de mí”.  Ojalá Onelia se esté calzando un vestido con brillos, uno de esos preciosos que hacía para sus clientas, para recibir a Raffaella.  Ojalá ya estén bailando juntas.

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