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“El último” es un texto que surge a partir de un crimen acontecido en 2020 en un hotel del microcentro porteño, del cual fue víctima un joven trabajador sexual.  Tenía 23 años y se llamaba Enzo Aguirre. Era correntino. Durante el primer encierro por la pandemia estuve confinado en la ciudad de Buenos Aires y nos cruzábamos con Enzo en una aplicación de citas. Su cuerpo sin vida apareció a tres cuadras de casa, y la noticia me impactó enormemente. Este asesinato se inscribe en una triste trama que acumula muchas otras historias de violencia de la que son víctimas personas muy jóvenes – mujeres y varones cis y trans, y personas no-binares – que encuentran una forma de subsistencia en el salvaje contexto capitalista, ejerciendo la profesión más antigua del mundo. Las condiciones de clandestinidad que propician el estigma y el abuso, y que confinan al secreto a las “malas víctimas” fueron motores de la escritura de este texto.  

El homicidio en razón del género (gendercide en inglés), fue acuñado por Mary Anne Warren en su libro de 1985 “El homicidio en razón del género: las implicaciones de la selección por sexo”. En su publicación ella afirma que “otros términos, como femicidio se han utilizado para referirse al asesinato de niñas o mujeres. Pero gendercide es un término neutral sexualmente hablando, en el que las víctimas pueden ser hombres o bien mujeres. Hay una necesidad de una denominación neutral dado que el asesinato por discriminación sexual es tan malo cuando las víctimas son varones como cuando son mujeres. El término también llama la atención sobre el hecho de que los roles de género han tenido a menudo consecuencias letales, y que éstas son de manera importante análogas a las consecuencias letales de los prejuicios raciales, religiosos o de clase.” 

Dentro de esta noción de violencia de género se incluyen actos como la violencia física y sexual contra personas que ejercen la prostitución, el acoso y hostigamiento sexual, ataques homofóbicos y transfóbicos hacia personas o grupos LGBT y la violencia simbólica hacia esos grupos difundida por los medios de comunicación de masas, entre otros.  

Me defino como una persona cuir, y he sufrido numerosos actos de violencia a lo largo de mi vida, de distinta intensidad: bullying durante mis años de escuela primaria y secundaria, violencia en la calle, acoso sexual y violencia simbólica en ambientes laborales.  Uno de los más recientes, fue causado por la presentación de una obra en el Festival de Teatro de Rafaela. Un medio digital ironizó acerca de que había que “asesinar a los homosexuales”, usando una fotografía mía – con una supuesta intención humorística – que rápidamente se viralizó. Presenté denuncias en la Fiscalía de mi ciudad y en el Instituto Nacional contra la Discriminación, sin ningún tipo de efecto ni conclusión.  

Estos temas aún requieren de mucha atención para que podamos evolucionar hacia un mundo más empático, menos violento; y aunque la obra no tiene ningún intento pedagógico al respecto, pretende abrir preguntas, espacios de reflexión y emoción alrededor de los mismos.

La educación en el amor genera algunas estructuras de comportamiento que se revelan, paradójicamente, como gérmen del odio y la violencia. Creo que la idea del amor romántico es tremendamente violenta y contamina todas las expresiones de nuestra cultura. Transforma al amor en un campo de batalla y en un territorio para expresar la propiedad. Esas formas, apoyadas en la concepción excluyente del amor patriarcal y monogámico – como la que plantean los credos religiosos de occidente – o en la formalización del vínculo amoroso a través del matrimonio – institucionalizado por el Estado para garantizar un aparato productivo – generan estructuras de pensamiento, comportamiento y vinculación que presentan múltiples tensiones y constantes gestos de brutalidad. Estos dispositivos de poder son los responsables estructurales de los femicidios, los crímenes de odio y las desapariciones de personas queer. A pesar de los esfuerzos por intentar de-construir modelos más empáticos por parte de colectivos marginados, vulnerables y no hegemónicos, la herencia de los férreos mandatos institucionales sigue afectando los modos de vincularnos. En ese mapa de intentos por sentirnos realizados, el deseo y la muerte se relacionan. Se alimentan. El amor asume entonces nuevas formas, inesperadas, que revelan modos perversos de vinculación, atravesados por la toxicidad y la violencia. De estos temas balbucea la obra.

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