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Agosto y septiembre fueron nuestros meses definitivos de ensayos en El Cultural San Martín, para el estreno de Mis palabras.  Luego de dos años de restricciones, llegaron los dos meses de ensayos, en dos estaciones distintas: el fin del invierno, con pandemia protocolizada y el inicio de la primavera con ficción de nueva normalidad pospandémica.  Dos años, dos meses, dos estaciones, plenos de imágenes polarizadas de un mundo binario que insiste en no cambiar, que se instala en dos extremos opuestos.   

Durante estos meses de ensayos hice siempre el mismo itinerario desde casa hasta el edificio del Cultural: cruzar la avenida más ancha del mundo, luego la plaza del teatro de ópera más importante del mundo, luego una de las plazas más bellas de Buenos Aires, el edificio más emblemático de la Justicia la Nación, para llegar y recorrer la calle teatral más importante de Latinoamérica.  Así es la capital: pura concentración de belleza arquitectónica y de vanidad geosociocultural.  Mi camino al ensayo ofrece un despliegue de imágenes que agobia la mirada, por la potencia del diseño urbano y por la cantidad de gente que inunda siempre cada rincón.

Los fines de semana el recorrido es el mismo, pero la ciudad ofrece otra fisonomía alterada por el descanso.  A aquella manifestación de la arrogancia porteña se le sobreimprimen con dureza las postales del dolor.  Cada sábado y domingo, cuando la ciudad duerme y quienes viven en la calle empiezan el día a la vista de todos, el escenario de la pobreza se revela con crueldad.

Este sábado mi recorrido se empecina en incrustarme las imágenes de la polarización esquizoide.  Arriba, sobre los edificios de la 9 de julio, los residuos visuales de la campaña electoral: los carteles de María Eugenia Vidal (la que habla con tono de virgen armada) y de Victoria Tolosa Paz (la que habla de peronismo y garches).  Abajo, una nena de unos dos años tapada con una frazada vieja y rodeada de basura, se despierta en la plaza del Teatro Colón, bosteza y me mira.  El pudor que me genera acceder a la intimidad de esa chiquita me hace saltar unas lágrimas y apuro el paso.  Cruzo la plaza Lavalle y frente a Tribunales me llegan las noticias sobre el caso del abuso de la niña de 7 años en un colegio católico de Rafaela: “El Obispado le pidió perdón primero a Dios, luego a la víctima”.  La postal interna que se reitera es la del llanto.  En la calle Corrientes, los carteles de entradas agotadas celebran la vuelta a la normalidad con aforos reducidos y tickets que valen lo mismo que una pizza. Camino al ensayo llorando.  Hacía mucho que no lloraba tanto.  Llego casi corriendo al edificio del Cultural, que está rodeado de basura e intervenido por los muchachotes que dejaron sus botellas de cerveza, algún fuego que prendieron anoche, y las huellas de haber usado la vereda como baño público. Me seco las lágrimas, saludo al guardia.  Recibo su chorro de alcohol con el dispenser manual, y luego la segunda dosis girando bajo el rociador con forma de detector de metales.  Es como una bendición en el portal de acceso a lo sagrado.  Me pide la muñeca, sobre la que toma la temperatura y determina: 32 grados.  Sonreímos.  Los simulacros de la pandemia en los teatros exigen estas cosas, registros de temperatura fallidos, baños de alcohol, registros en libros de entradas y salidas, declaraciones juradas, restricciones con distanciamiento y barbijos.

Entro a la sala.  Llega el abrazo con Agostina, con Nahuel y con Juliana, las tres personas con las que compartí cada sesión de trabajo de estos dos meses.  Respiro.  Aquí, en el ensayo de esta obra que balbucea acerca del abuso estructural instalado en nuestra forma de relacionarnos, me siento seguro.  Haciendo teatro de autogestión con dos mangos (dos), con recursos agotados, en la miseria, aún así, me siento seguro.  Estamos hechos bolsa pero aún nos tenemos.  Lloro.  Cómo no voy a llorar.

El dibujo es de Clara Esborraz, y forma parte del trabajo que hizo para «Mis palabras».

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